Entro a la iglesia, y como si fuera una palabra de bienvenida, una señora
dice en voz baja. !Sí, hoy le toca al padre Ernesto! Entonces me di cuenta de
que ya Ernesto estaba en otra faceta. Cuando recibí su llamada esa mañana no lo
creía, por eso fui, porque ese dicho de “ver para creer”, era necesario en ese
momento. ¡Hoy es mi primera Homilía! Me dijo, y de inmediato me invita a su
primera misa, su flamante debut.
Yo sabía que él estaba en el camino de servir a Dios y aunque su madre
decía, ¡hay muchas maneras de servirle! Ernesto, tomó la decisión de hacerlo
de manera formal, de padre, de cura, de ministro de la iglesia. Dejó de lado muchos
sueños, incluyendo el fútbol y Mayrita, su amor adolescente y la preferida de
su mamá, doña rosita.
Salió de la sacristía con aquella emoción, esperando que ambas, sus amigos
y familiares estuviéramos allí como ese juego de la final cuando los llamó a
todos porque él decía que el equipo San Pedro, nuestro equipo, necesitaba de todos sus apóstoles en la
tribuna y su carisma, con acuso telefónico incluido, ayudó a que esta no
quedara vacía.
Y Ahí estaba yo, en primera fila, sentado en la banca de la iglesia,
banqueado como aquel día de la final. Y desde allí era más que elocuente y
palpable su pasión, no sólo por su religión sino por la pelota.
Él siempre llegaba una hora antes, celebraba los goles como nadie, sudaba
la camiseta hasta la última exhalación del pito arbitral, defendía cada pelota
con vehemencia y si era necesario le metía el puño a quien agrediera a sus compañeros.
Su ímpetu nos daba
fuerzas a todos, por eso ese día lo buscaron, lo provocaron y lo hicieron pecar
con un súbito golpe al portero del equipo rival que ameritó la expulsión. Eso
lo marcó, porque no pudimos levantar la copa. Él asumió toda la culpa en contra
de nuestra negativa, sólo Dios sabe cuánto sufrió ese chico aquella tarde, sólo
puedo decir que fue la primera vez que vi caer una lágrima al piso, incrustada
justó donde estaba la banca se suplentes, nadie lo pudo mover.
Sin duda era un tipo
con mucha pasión y le gritó al árbitro, que curiosamente era su padrastro, el
esposo de Doña Rosa, justo después de ser expulsado “El fútbol de revanchas, la
vida da revanchas”.
Mientras Ernesto
realizaba la prédica, fui recordando minuto a minuto lo que ocurrió ese día y
empecé a preguntarme ¿Qué hubiese pasado si no lo hubiesen expulsado? ¿Hubiese
aprovechado Ernesto ese contra ataque en el cual nadie apareció? ¿Hubiese sacado
provecho del 1.75 cm de estatura para
despejar el balón en ese fatídico tiro de esquina en contra?
Y justo antes de
levantar el cáliz al cielo, siguiendo el curso de la ceremonia milenial, la
copa donde posan las hostias y el vino de consagración, agacha la cabeza en
reverencia a Dios, se queda en silencio por un largo rato, abre los ojos y ve su mamá rosita, a mayrita, a mí, a otros amigos y familiares.
Observa la iglesia llena, a reventar y a su padrastro en la última fila,
entonces se deja llevar por los cantos gregorianos y su cara empieza a dibujar una
sonrisa de campeón, como si hubiese tenido una regresión y anotado el gol en
ese contraataque, o despejado aquel cabezazo que sentenció el juego. Y, con
aquella pasión alza su cara rebosante de alegría, y lentamente empieza a levantar
el cáliz, imaginándose aquel trofeo que le fue esquivo, que le fue negado, que
siempre soñó.
@jesusalfredosp