Hace algunos días, un amigo de esos que nos da el fútbol me pregunta que
si los cuentos eran reales o ficticios. Le dije, obviamente sintiéndome
halagado por lo misterioso que le había representado, que era una mezcla de todo,
del ambiente, de la imaginación, que eran como los sueños que tenemos en la
vida, no sé si todos tengan sueños como yo, pero muchos de ellos son
irrealizables, otros sí. Me preguntó cuál
era mi musa, que no es otra cosa que esa
fuente de inspiración en que mucha gente se basa para crear, escribir, cantar,
pintar. Me imagino que si nos adentramos en las artes, más de una rama tiene a
la musa en el centro gravitacional. Creo que mi Musa es la pelota.
Y digo esto, porque el día que Estudiantes jugó con Mineros de Guayana,
mi nómada memoria se estacionó en la
primera vez que vi a ese equipo en persona. Para mí era una especia de
espejismo, y es que hacía sólo unos meses lo había visto en TV por ser el
último campeón a finales de los 80, cuando yo aún vestía mi franela blanca de
la escuela. Más allá de esos datos, era ver al Mineros de René Torres, Ildemaro
Fernández, merideños y jugadores de la vinotinto pero al servicio de los guayaneses,
aunque mi foco de atención fue César Baena, el arquero de ese equipo, un tipo
que era dueño y señor de la portería de la selección durante esa década. En mi escuela Foción Febres Cordero, en
Pueblo Llano, el que se colocaba entre dos piedras a tapar los balonazos de los
delanteros durante el recreo se le “caribeaba”, que en jerga pueblo llanera
significa bromeaba o chanceaba, con la figura de Baena. Por eso la presencia de
él en la cancha me impactó tanto. Yo generalmente era el portero, de pana con buenos dotes, ágil, poco miedoso,
con mediano liderazgo, no sé qué pasó después, pero tenía pinta y yo como
estudiante de quinto grado siempre me enfundaba “la camiseta” de portero para disputar
los juegos.
Admito que perdíamos la mayoría de los encuentros contra sexto grado, eran
buenos, tenían buenos jugadores, fuertes, mayores que nosotros y en algunos
casos nos amedrentaban con su tamaño. Pero un buen día, esos días en que se le
sale la rueda a la carreta, armamos un equipo al mejor estilo Ferguson, sin
dejar cabos sueltos. Cada quien tomó su posición, obviamente yo me fui a la
portería. Juan Carlos, el dueño de la pelota y por esta razón siempre presente
en las caimaneras jugaba de defensa y así por estilo. El timbre de receso de la
escuela, era como el pitazo de Pierluigi Colina y si los jugadores profesionales
salen tranquilos a la cancha, nosotros no. Salíamos como diablos endemoniados
al patio trasero de la escuela. Sin merienda, sin agua y con la pelota como
musa nos paramos en la planicie, que no era tal, era un terreno con monte,
pocas piedras eso sí, pero con algunos desniveles, especialmente en la zona del
marcador por derecha de mi equipo.
El juego, sin árbitro pero con el criterio del Fair Play, que años después intentó instaurar la FIFA, comenzó con
un centro por derecha, a media altura, poca velocidad, mucho efecto y Juan
Carlos, que no sé qué carajo hacía como delantero, la tocó a lo que llamamos el
segundo palo, que no era otra cosa que una piedra redondeada por tanta fricción
por cause del río, de esas que mi mamá, mi esposa y otros especialistas las llaman Piedra de río
y que abundan en los pueblos de los páramos andinos. No era la exquisita pierna
de Arango bajándola en el área para matar a los colombianos, ni la lujosa derecha
de Stalin Rivas en la Libertadores del 95. No, era nuestro defensa, que era
titular más por dueño de la pelota de plástico que por sus habilidades con la
pelota, y al mejor estilo Pasarella -el mejor defensa goleador de la historia-,
levantaba las manos en señal de triunfo cuando la pelota rozaba la piedra y
seguía al fondo para comenzar un receso glorioso. Entre ellos dijeron que era un favor, porque
casualmente el portero de ellos era su hermano, pero al final del receso
también decretado por el timbre, el
juego terminó con un triunfo nuestro de tres goles a cero. Nos abrazamos y
llegamos al salón diciéndole a la maestra (profe) que le habíamos ganado a
sexto grado. Regocijados por esos 10 o 15 minutos de “derroche de fútbol”, se
nos olvidaba que la mañana tenía dos recesos, y que nuevamente nos volveríamos
a enfrentar al mismo equipo en un par de horas, que la alegría nos duraría poco
y ese tipo llamado William que con su altura, dos años mayor que nosotros y de
apariencia poco amigable buscaría vengar.
Obviamente fue así. Ya el timbre
del segundo receso no era tan agradable, fuimos al patio, armamos el equipo
igualito y antes de rodar la pelota, el mismo William dijo que venían por la
revancha. Sí el tipo era de pocos amigos sin buscar venganza imaginemos con una
espinita de esas. Nada de eso dijo Juan Carlos -quien además siempre escogía a
los jugadores-, autoritariamente gritó
que ese era otro partido. Y créanme, que no había nadie que le quitara la razón
al dueño de la pelota que acababa de abrazar su primer triunfo ante sexto
grado. Fue así que grabamos nuestro récord y al final de año, la clasificación
quedó establecida en mil derrotas y un triunfo, eso sí con claridad y contundencia, con
celebración hasta de la maestra Hilda. Yo permanecí echando pinta por haber mantenido
mi arco en cero, haciendo gala de que me llamaran Baena al que le decían en mi
pueblo, el mejor arquero del mundo.
@jesusalfredosp