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lunes, 30 de diciembre de 2019

Las aventuras de papá Noel en la cancha


Hace un par de días, me reuní con algunos primos en un bar de la ciudad. Entre las cervezas y la música empezamos a rememorar las fiestas decembrinas. A ellos les incentivaron a escribir la carta del Niño Jesús o papá Noel, pero las 3 veces que lo hicieron lo consideraron un fiasco, porque nunca recibieron lo que habían anotado. Mi mamá por su lado siempre consideró que escribir los deseos en una carta era una especie de engaño, porque era ella quien los traía, así que nunca pude plasmar mis deseos y comprobar la teoría de mis frustrados primos.

Mi tío quería complacer a sus hijos, pero darle un regalo a cada uno de sus ocho descendientes, implicaría un gasto enorme de dinero. Un día de Navidad, ellos impacientemente esperaban que papá Noel pusiera ocho regalos pero al ellos levantarse, corrieron al árbol y se quedaron atónitos o molestos porque sólo recibieron un regalo para todos.

Nadie peleó por abrir el regalo, pero uno de los más pequeños y el más ansioso  lo hizo bajo la mirada asesina de sus hermanos mayores. Una vez abierto se encontraron algo fabuloso. Era un equipo que se conectaba al televisor y que al encenderlo mostraba en la pantalla figuritas de carros, o boxeadores que ellos mismos podían manejar con una palanquita. Ya conducir no era cosa de adultos, ellos lo podían hacer con ese aparatico. Se llamaba Atari, la primera consola de juego que existió en la humanidad, y al mismo tiempo en la comunidad, por lo que mi tío quedó bien con sus ocho hijos pero mal con los niños del pueblo, quienes buscaban matarse por jugar un minuto con el novedoso equipo.

Yo pude jugar un par de veces, la verdad era una completa odisea entrar al cuarto de mis primos y encontrar el televisor disponible. Me puse a pensar y más allá de un carrito azul que le gustó a algunos de mis amiguitos, hasta que me lo robó uno de ellos, no tuve un regalo que impactara a los vecinos como si lo tuvieron mis primos. Creo que nunca fue mi intensión presumir un regalo y al parecer papa Noel lo sabía porque nunca me trajo la bicicleta que tanto deseé siendo niño.

Aunque pensándolo bien, realmente si tuve un deseo con el que quería presumir, no sólo a mis vecinos sino a todo el país. No estaba en la carta mía, porque nunca me enseñaron esa tradición, pero si en la de algunos chicos de mi edad, o una generación posterior. Y ese sueño estuvo a punto de hacerse realidad si no es porque otro Noel pudo leer nuestras intenciones.

Mi regalo o nuestro regalo era la tercera estrella, el tercer campeonato absoluto, el regalo que ningún niño fanático del académico ha recibido en los últimos 34 años. Y este diciembre, estuvimos a minutos de recibirlo. Pero apareció un tipo que no tiene nada que ver con aquel papá Noel sonriente, alegre y generoso que siempre muestra las películas, sino era el Noel San Vicente, serio, sobrio y con cara de amargura hasta el minuto 83, cuando su equipo el Caracas FC anota el gol y le empató a Estudiantes de Mérida en la final absoluta.

El tipo se juega sus partidos aparte, lee las jugadas, lee las miradas de los árbitros, de los jugadores rivales. No se desvaneció con su retirada de la selección, al contrario hizo de unos “conos” unos coños duros mentalmente, es un aventurero, un ganador.

Estoy seguro que este Noel, el serio, el calculador, el estratega y arriesgado, le ha amargado la Navidad a más de un niño del equipo rival. ¡No escriban más cartas por favor! ¡No pidan ese regalo! Y no es que sea mentira, pero ya sabemos que así como lee bien las cartas, también lee bien los partidos….!y nos lo gana!

@jesusalfredoSP

lunes, 2 de diciembre de 2019

Eso fue goool señor "Güecos"

Según la Real Academia Española, la palabra “Hueco”, significa “Que algo tiene orificio”, “Que tiene vacío el interior” y creo que ambos conceptos la definen clara e irrefutablemente. También, la siempre ocurrente Academia, establece como sinónimos de “Hueco” las palabras “Cóncavo”, “Vacío” y finalmente “Hoyos”, si la pluralizamos.

Crecí en la Avenida Miranda de Pueblo Llano, primer productor de papas del país, y aunque su dimensión era de apenas 400 metros, nada que ver con los 10 kilómetros que tiene la Quinta Avenida de Nueva York, allí hacíamos torneos de futbolito que paralizaban parcialmente la zona, al mejor estilo de Central Park en año nuevo.

Recuerdo una tarde, en que estábamos disputando una final de un torneo relámpago, pero no por ello insignificante. Había unos 15 carros estacionados a los lados observando el juego, además de una muchachada representativa que había en los alrededores de la cancha, en la cual fui testigo de algo que nuuuuunca mas llegué a observar.

Como no teníamos árbitros colegiados, debíamos buscar a alguien que supiera las reglas, pero que al mismo tiempo impusiera respeto, porque aunque ustedes no lo crean, a veces se formaban una discusiones en torno a una jugada, que el árbitro sin que existiera el VAR (la nueva modalidad de revisión), terminaba cambiando decisiones dependiendo de qué equipo se imponía en las decisiones arbitrales por ser más gritón y grosero.

No teníamos mucha opción. Luis era el tipo que reunía el perfil perfecto para pitar esa final. Era más alto que el resto de nosotros, medio sangrón, no iba a tener preferencias por un equipo en particular porque en cada cual había un hermano suyo, no era bilingüe pero su vozarrón por estar en etapa de desarrollo provocaba timidez en el resto de los jugadores, todos niños por cierto.  

Unos meses previos a ese torneo, Luis quedó expuesto en un entrenamiento por Camilo, uno de sus hermanos menores, quien cansado de la testarudez y ser víctima constante de chalequeo o lo que llaman las neo generaciones  “bullying” por su hermano mayor, decide en pleno entrenamiento y, mientras Luis nos daba la espalda y saciaba su sed con una cantimplora escolar, de acercarse rápida pero cuidadosamente a él para bajarle a la misma velocidad de un rayo, el short de entrenamiento con la firme intención de avergonzarlo y vengarse al mismo tiempo.

Todos los niños presentes, nos reímos pero al mismo tiempo sentimos pena ajena porque el grandulón,  charlatán y poco empático Luis, quien estaba usando unos interiores visiblemente lleno de huecos. Su hermano menor, el autor de la pesada broma, le gritó que esos interiores ya habían sido tirados a la basura por su mamá. Aunque Luis trató de correr detrás de él para vengarse, la ubicación de los shorts le impedía dar pasos largos, así que no tuvo más opción que agacharse, exponerse aún más,   proceder a reponerse para salir corriendo.

Durante las próximas semanas, Luis no se había acercado a la improvisada cancha de mi casa, un terreno de 6x8 metros que mi papá ocupaba como garaje cuando estaba en mi pueblo. Desde ese día, nos referíamos a él como “Güecos”, una fusión pueblerina de la palabra “huecos”, con los pocos modales lingüísticos imperantes en el habla coloquial de la zona del páramo. Desde ese día, cada vez que queríamos hacer molestar al grandulón decíamos “güecos”, para recordarle aquel día en que su ropa interior masculina quedó expuesta ante todos y estaba llena de huecos. Y no era cuestión de pobreza, era una cuestión tal vez de poca atención en sí mismo.

Pero Luis, no se iba a dejar ningunear en esa final meses después. Para eso amenazó desde antes de juego que cualquier falta de respeto al “álbitro” con “l”, sería penalizado con Roja Directa. Por un momento temí que el “álbitro” la fuera a agarrar contra su hermano menor, que jugaba en mi equipo, el de la bromita pesada en esa final. Pero, el tipo fue un profesional con el pito. Imponía respeto, no cambiaba decisiones, no se dejaba manotear por nadie y si alguna decisión no era bien comprendida, no tenía problemas en sonar el pito más fuerte para demostrar autoridad.

El partido fue terrible para mi equipo. Ya en el primer tiempo perdíamos 3 a 0. Yo increpaba mucho a Camilo, el hermano menor de Luis por su pasividad en defensa. Lo culpaba de 2 goles en un torneo en que jugábamos sólo tres en cancha por equipo. Restando unos cinco minutos del segundo tiempo, y cuando el resultado parecía irreversible ante nuestra frustración, Luis nos anula un gol, que desde mi punto de vista era claro. Yo lo encaro para hacer el reclamo y el tipo no me dejaba hablar. Cada vez que lo intentaba, me sonaba el pito en la cara una y otra vez.

El equipo contrario coloca la pelota en el piso para hacer el saque y continuar sobradamente el juego, pero Camilo, en su momento de ira, la agarra con las manos y vuelve al reclamo. Luis, nos mira y se dirige a Camilo visualmente,  suena el pito pero al mismo tiempo, sus labios dibujaban una sonrisa vengativa. Se quita el pito de la boca y le dice “Cállese la jeta, vaya a sembrar papas”

Camilo ya desencajado entre la derrota, la frustración y mis acusaciones se molesta hasta ebullir y sin más reparo le grita “Güecos”, “Güecos”, “Güecos”.  Los niños, una cuarentena aproximadamente, se reían de Luis quien inmediatamente, le muestra la tarjeta roja aunque su cara denotaba su deseo de caerle a puño limpio. Yo, contagiado por la frustración, miro al “álbitro” quien adivina mis intenciones pero se me acerca, me mira con supremacía y susurra, “Si me dice Güecos lo expulso”.

Yo, como no me quería quedar callado, y deseaba culpar a alguien de mi inesperada derrota, me alejo lentamente, sin quitar la mirada, pero al mismo tiempo queriendo sacar provecho de mi conocimiento en sinónimos sugeridos por la Academia, le digo tranquilamente, “No se preocupe………. Sr Hoyos”.