Un
proverbio chino decía. “No es mas el maestro que la montaña, ni sus discípulos más
que los anteriores”, epa lo dijo un filósofo chino, no el que me vendió la
radio y que me mandó a comprar otra cuando le dije que sólo me había durado 2 horas. El chino no tuvo problema en excusarse. “Ploducto chino, ploducto
malo”.
Ese
proverbio lo leí en alguna hojita de almanaque y siempre estuvo en mi mente. Tal
vez ese papelito algunos lo vieron, lo arrugaron y lo votaron, Yo por el
contrario, lo leí, lo recorté, lo conservé por un largo tiempo hasta que en
algún momento de hastío, repetí la dosis al tirarlo a la basura. Pero no quedó
allí, ese papelito siempre lo guardé en mi mente, de hecho se convirtió en un
modo de vida. En ningún escenario traté de sentirme más que la montaña ni que
mis maestros, pero siempre hay una excepción aunque me cueste admitirlo…la
hubo.
Un
distinguido profesor de Geografía, con un
vasto conocimiento de su cátedra, en la primera clase me dijo que yo
estaba errado al decir que nuestro continente americano se llamaba de esta
manera por Américo Vespucio. Le argumenté casi con lágrimas en los ojos, que
los reyes españoles lo premiaron por ser la primera persona en realizar un mapa
cartográfico del nuevo continente. Su simple negación, sin argumento, fue
suficiente para destruirle el ego a alguien como yo que siempre ha sido amante
de cultivar la cultura general. No tenía bibliografía de respaldo para tapar mi
vergüenza, porque lo había leído seguramente en una ojeada a un polvoriento libro
o tal vez en otro papelito de almanaque.
Esa
materia, la tuve que pelear casi hasta el final. Como aquellos juegos que vas
ganando, pero sabes que te lo pueden empatar o complicar con una lesión, una
tarjeta, un gol no deseado al minuto 90. En el último examen y a sabiendas de que la nota aprobatoria ya
estaba alcanzada y que no había manera de reprobar me relajé un poco. El
profesor nos entrega la hoja sellada con las preguntas y lo dice claramente.
Bachilleres, la firma vale un punto. “¿Disculpe profesor? Le pregunto”. Me mira
como diciéndome, ¿No entendiste pedazo de bruto? En ese momento me di cuenta de
que su ego también había sigo golpeado en aquella primera clase. El repite
despacio, “La firma vale un punto” mostrando su dedo índice en señal de uno.
Agarro
la hojita y empiezo a responder. De las siete preguntas sólo tenía respuesta
para dos y honestamente me había enfocado más en el examen de Matemática 11.
Así que me dispuse a romper los preceptos del filósofo chino. Antes de eso,
hago una especie de reverencia ancestral, algo que me hiciera sentir que no me
estaba burlando sino poniendo en su sitio mi ego. Miro al profe, agarro mi hoja
y disimuladamente la volteo. Tomo mi lapicero como para que el tiempo no
borrara las palabras que había emitido anteriormente “La firma vale un punto”.
Entonces hice la primera firma y luego no pude parar hasta hacer veinte firmas,
que completarían la cantidad suficiente
para sacar veinte puntos y alcanzar la nota máxima.
Desde
esa fecha le agarré un valor inmenso a la firma por eso admiro a los pintores
que colocan visiblemente su nombre o firma en los cuadros. Para ellos no vale
un punto, para ellos es su ego, su orgullo, su arte. La firma de los
futbolistas al inicio del contrato vale y mucho, pero imaginemos colocándole esa
firma a cada jugada, a cada cabezazo, a cada centro, a cada decisión. Y como mi
profe dijo, “La firma vale un punto”, justo el que tenemos en la tabla.
@jesusalfredoSP