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sábado, 25 de junio de 2016

Parece que el Tavo, nunca cambia.

En un club de fútbol hay muchos profesionales, entre ellos Directores Técnicos, Preparadores Físicos, Especialistas en Mercadeo, Periodistas, Administradores, en fin, es una verdadera empresa. Pero de todos los especialistas, no hay uno que hable de lo que representa el equipo para su gente, para su afición, eso lo aprende el jugador partido a partido.

Una noche relativamente fría de Mérida, me suena el teléfono y digo

¿Qué pasó chamo? Y enfatizo ¿Cómo te va? imitando el saludo de Marcelo Benedetto, aquel periodista argentino que siempre saluda con la misma frase y colocándole el toque lírico del acento sureño.

Al otro lado del teléfono, suena la voz chillona de Tavo, o el loco como le decíamos, ese amigo que hace algunos años se marchó a Puerto La Cruz a cambiar de aires, pero tosta´o por el calor, el aire lo cambió a él.

Luego del saludo protocolar, ese que a veces ni pelotas le paro, porque generalmente es como las cartas fecha, membrete y saludo.

 “Pana el mundo es un pañuelo”. Me dice.

 Si ¿y eso por qué? Le pregunto,

 “Mira, me detengo en Parque Colón, porque 2 tipos me sacaron la mano”.

 Hay una pausa en la conversación, en ese breve instante, el que le podría tomar a Tavo volantear una curva, esquivar un hueco, o un carro, me dio tiempo para decirme ajá, y ¿Ese no es parte del trabajo de taxista?, pero inmediatamente me dije, cónchale lo robaron, pero al mencionar pañuelo y la tranquilidad que exteriorizaba al entablar la conversación, me dio a pensar que se había encontrado a un amigo en común, artista o algo así.

“Te cuento, monto a los chamos en el taxi, y me pidieron que los llevara al hotel donde se hospedaban. Les noté un acento extraño”.

Pero le dije, “Tavo eso es normal en una ciudad turística” y me dice “no chamo, eso era antes pero déjeme seguir”.

“Les pregunté de donde eran, tu sabes, volantear 8 o 10 horas diarias es un martirio, así que me gusta hablar con mis pasajeros.

Uno me dijo que era mexicano y el otro que era hondureño, y pues la verdad no es común ver gente de esa nacionalidad aquí. México tiene muchas playas y los hondureños se decantan por ir a Cancún u otra playa más cercana”.

En ese momento, mi mente asimiló que seguramente me estaba hablando de los jugadores que acababan de llegar para Estudiantes de Mérida y que casualmente se encontraban haciendo pre temporada  en la ciudad de Puerto La Cruz, donde hacía vida Tavo.

Efectivamente, mi amigo, tan seguidor de Estudiantes de Mérida como muchos de nosotros, me confirma mi sospecha.

- ¿Y qué te dijeron? Le pregunté

 “Nada”, porque es que no los deje ni hablar” me respondió sin dejar pausa.

Y por supuesto yo le creí, porque si había alguien a quien nunca se le acababan los temas de conversación era precisamente el loco Tavo, hablaba hasta con los mudos y antes de que pudieras opinar, ya tenía el otro tema de conversación encima, me incomodaba tener la boca cerrada tanto tiempo con un montón de ideas por decir.

Mientras mi mente paseaba por algunos recuerdos de los monólogos de Tavo, me reí un poco y me dijo

“Les dije que Estudiantes era un equipo que añoraba glorias, que aquí  hubo extranjeros que se vinieron a jugar y nunca regresaron a sus países, porque entregaron tanto su alma y corazón, que el corazón no se lo pudieron llevar, y se hicieron hijos de esta tierra. Les hablé de Scarpeccio, Ancheta, Scaminacci, Cloquell y otros como aquel uruguayo que jugaba en Peñarol, campeón de Copa Libertadores y de Copa Intercontinental, que estuvo en las dos Copas Venezuela que tiene el equipo y se retiró aquí en Estudiantes, al principio no me acordaba del nombre pero mientras mis pensamientos trastabillaban en mi mente, más lento que el horrible sonido de las pastillas de freno de mi taxi, me acordé de “Carlitos” Conde, quien hacía dupla con Spencer en aquel Peñarol uruguayo de los 60, y también les mencioné de Carlitos de Castro y el infortunado incidente, así como de otros jugadores que no se quedaron a vivir aquí pero que sentimentalmente deambulan en el Soto Rosa.

Definitivamente el loco Tavo, no había cambiado para nada, no paraba de hablar y ahora incluso le rendía más el tiempo y las palabras porque ya había agarrado ese “cantaíto” oriental, ese de hablar rápido y omitiendo algunas normas de cortesía en el teléfono.
  
¿Los pusiste al día? le pregunte.

“No se la verdad”, me dijo el loco y agregó  “desde que comencé a hablar, no escuché palabra alguna, no podía voltear frecuentemente porque tengo una torticolis severa, pero cuando me detengo en el hotel para dejarlos, volteo para despedirlos y no había señales de ellos, no sé si  se bajaron el algún semáforo, si se escaparon por la ventana, pero eso  sé que estuvieron allí porque  vi la silueta de sus cuerpos en los asientos de semicuero del carro, pero además de eso, las marcas de sus dedos clavados en los duros pasamanos, no sé si espavoridos por mis comentarios, o por la carrera de 130 km por hora esquivando huecos seguidos por el ruidoso sonido de la corneta de los carros o  motos que dejamos atrás para llevarlos a tiempo al hotel.

Es que el loco habla tanto, que a veces, no se si creerle……



jueves, 2 de junio de 2016

Mi pre temporada con Estudiantes

Hace algunos años, frecuentaba el estadio Lourdes, esa cancha universitaria en el centro de la ciudad de Mérida, que antes estaba abierta para todo el mundo. Había dos canchas. Una de arena y otra que estaba sembrada en grama, pero que tenía un surco sin grama de una portería a otra, solo arena, porque los que íbamos a caimanear, jugábamos un 4 pa´ 4, en una cancha de 11 pa´ 11. Uno arrancaba con la pelota y picaba al ver un espacio vacío, la verdad es que con esa dimensión y los pocos jugadores, toda la cancha era un espacio vacío. Uno buscaba romper el record que Maradona impuso ante Inglaterra, es decir, esquivar a todo el que se presentaba desde mas atrás de la media cancha y anotar gol. Pero a decir verdad, el record del argentino se quedaba corto, porque nuestro pique era de área a área, nada mas que al llegar al otro arco, al momento del disparo, uno se enredaba con cualquier cosa producto del cansancio y de una carrera de casi 80 metros sin hacer pase alguno. A veces la lengua era la principal zancadilla.


Una tarde de agosto, en los años 90, me fui al Estadio Lourdes con mi primo, mi hermano y un vecino, Julio, que sabía de fútbol lo que yo de criquet. Jugamos lo que aquí llamaban campeonato, un dos pa' dos en el arco, sin salirse del área, con cuatro disparos cada equipo y rematando si los porteros dejaban esa opción. La verdad que nuestra estatura se la ponía facilísimo a cualquier delantero y la mejor manera de disminuir la cantidad de goles, o aumentar la competitividad era colocar el punto penalti más alejado del arco, es decir disparar de larga distancia. Eso disminuía la frecuencia de goles, pero aumentaba la posibilidad de remates por lo que esa tarde, luego de dos horas de tanta corredera, nos sentamos a descansar. Sudados, sin agua, y ni un bolívar para refrescarse, vimos que al otro lado de la cancha, algunas personas chutabann al arco y alguien más sonaba el pito.


Julio, que venía de lavarse la cara, del lado donde pateaban la pelota dijo “están entrenado”. Mi primo aprovechando el desconocimiento del vecino y en tono burlón le dice “No bobo, están pateando la pelota”. Mi mente se fijó en los movimientos de los jugadores y le digo a Julio que tenía razón, que estaban realmente entrenando, pues aunque la miopía ya me acompañaba, me di cuenta de que uno de los que pateaban era Oswaldo Palencia, aquel jugador merideño nacido en Santa Elena de Arenales y quien defendió los colores de Estudiantes y ULA en la década del 90, así como la selección de Venezuela en la Copa América de Ecuador 1993. Posteriormente se convirtió en uno de los primeros delanteros que militó en el futbol colombiano, con poca suerte, en el Deportivo Cali.


Nos levantamos rápido, y aunque mis piernas no daban para mas, apresuramos el paso, y empezamos a identificar a quienes estaban allí, al otro lado de la cancha, como dijera Cantinflas, “al mismo instante, momento y sitio” en que nosotros estábamos allí. “Ese es Borrero” me dice mi primo, quien con pito en mano dirigía los movimientos de los cuatro jugadores que entrenaban. “Vivas, no le pierdas pista a la pelota”; le dijo el profesor Borrero a quien ocupaba la portería, aquel joven de Santa Cruz de Mora, llamado Alfredo Vivas, quien tenía como habilidad especial salir muy bien a jugar con las piernas.



No recuerdo quienes era los otros jugadores, pero allí estaban entrenando. Realmente el equipo Estudiantes de Mérida estaba haciendo su pre temporada, con apenas 4 jugadores, de los cuales dos eran porteros. Había un solo balón, sin mayor indumentaria, ni utensilios de entrenamiento. En la otra área había estado yo, “caimaneando”, soñando algún día estar allí como ello, haciendo lo que sea, en cualquier posición, pensé que yo sería portero, y por eso, me paraba detrás del arco de Vivas a lanzarme en la misma dirección en que se lanzaba el arquero o mas desafiante aún, en la dirección de la pelota. Creo que en el fondo le gané una al portero. Vivas, años después desapareció de la escena, yo nunca aparecí, y esa tarde fue mi mejor acercamiento a una pre temporada con un equipo de fútbol profesional.