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miércoles, 5 de octubre de 2016

Viajaron a ver chapitas

La viejita ve como se levanta el polvero, es normal, el calor y las características de la zona, sobre todo a esa hora, las tres de la tarde, hace que el viento levante todo lo que está a su paso, sobre todo en Circunvalación 2. Cuarenta grados es una temperatura normal en Maracaibo, dios mío, a esa temperatura se me resbalaban los lentes porque mi nariz, nada de perfilada pero tampoco un volcán, se transformaba en un tobogán dominical en parque de niños. Con esa misma temperatura, mis lentes se empañaban cuando momentáneamente salía de un carro con aire para buscar cualquier mandoca.
A los andinos se nos nota mucho cuando caminamos por las calles, sobre todo cuando vamos de visita, porque sudamos más de lo que aquí sudamos en un juego de 90 minutos en cualquier cancha de Lourdes, Ejido, o La arenita. Y así les pasó. Se fueron a ver el juego a Maracaibo, y no hay nada mas hermoso que presumir de tu equipo en otra ciudad. No sé, yo cuando viajo me siento parte de la plantilla, me agrando, me creo el titular del equipo y hasta estoy dispuesto a firmar autógrafos. La sed busca saciarse y antes de entrar al estadio, buscaron refrescarse un poco. ¿cerveza? No chamo, adentro, busquemos un agüita.

La viejita los mira. Les ofrece el agua. Ellos, pocos, pero envalentonados entran al kiosquito y buscan saciar su sed. No quiero, dice otro, quiero una fría. Yo, si, dame tres aguas. No eran mas de cinco, pero suficientes para hacerle alguna ventica a la viejita. Todos tomaban, menos dos. Ella miraba. Quizás para dilucidar de donde son y aunque saben que vienen de los Andes, se queda ahí. No pregunta. Entrega un Cheestris, un cigarro, un par de cosas mas.

Conversan poco, quizás también, como yo, se sienten agrandados. Coño tenemos que ganar, dice uno. Dos asienten, otro voltea la boca y uno se queda mirándolos a todos como esperando más de aquella conversación. La viejita, que poco o nada sabe de fútbol, recibe el dinero, da el cambio y voltea, ve a su pequeño nieto jugando chapita con una camiseta de Barcelona y su ídolo Messi. Los fanáticos de Estudiantes lo miran y se ríen. No sé si por “ternura” o por lo jocoso del Messi beisbolista. El maracuchito, descalzo bajo el árbol y sobre un montón de chapas de cerveza, se agacha, toma dos chapitas y lanza una, a veces le pega, a veces la deja pasar. Su atributo pegándole a la chapita simulando jugar béisbol es notable.

Por lo visto, ninguno de los dos sabe de lo que a tres cuadras se juega. Ni la viejita del kiosquito justo en la vía al “Pachencho” Romero ni el chamito. El Zulia contra Estudiantes de Mérida, es un juego  con pocos invitados, quizás ni el cuidador del estadio lo sabe. Sólo abre y cierra la puerta, tal vez con algún ademán a la policía. Pero frío, como la viejita, con cara seria, inmutable y sólo mostró que tenía ánimo y sangre en las venas cuando grita “ar diablo” al Messi beisbolista que casi golpea a los aficionados de Estudiantes con la chapita. Se cree Messi y juega chapita, le grita un niño de mas edad que estaba en el kiosko de al lado. Lo que provoca, el famoso ¡Cayate! (y no Cáyate), haciendo énfasis no en la “esdrujuladez” sino en la gravedad del tono. Y la risa cómplice pero silenciosa de los merideños.

Compran su entrada y entran, como no lucían los colores del equipo, pasan desapercibidos, pero ellos perciben todo. Perciben ese olor a calor, a cerveza, el grito, la bulla del gentilicio zuliano. Todo es relativamente nuevo y se sienten, igual que los jugadores, como visitantes. La campana del heladero y el humo del choripán es quizás lo mas parecido.

Y se sientan, no muy mezclados, pero tampoco aislados. Salen los equipos, y poca bulla. Ese Pachencho parece un cementerio, tan grande y tan frío dice uno, pero a su lado le refutan, no tanto eso, aquí fue donde nos mandaron a segunda hace diez años, se miran y se perturban. Pero la costumbre de gritar al salir el académico, casi los traiciona, tampoco lo disimulan tanto. Un par de aficionados los miran, pero la barra está lejos. Se sienten seguros entre el público.

Comienza el juego, pero el pávido andar del equipo hace que su emoción no los traicione. En ningún momento se vieron comprometidos a destrozar su inmutabilidad porque no hubo ninguna alegría, se sentían como en el kiosquito de la viejita maracucha, sólo con el deseo de refrescar su emoción, la sonrisa sólo salió cuando vieron al Messi de la chapita, porque de resto la amargura se apoderó de ellos.
Había tanta frialdad en la cancha, que se sintieron en aquellos campos nórdicos en pleno invierno, y hasta la alucinación del calor les hizo ver una pelota anaranjada. Sin desparpajo en la cancha, sin más de tres toques y sólo aquel disparo de Leo Vielma hubiese quebrado el marcador y el deseo de exteriorizar una vez más su frustración. Había que sumar puntos, o al menos esperanza. Alguien dijo que La esperanza es el sueño del hombre despierto. Pero, en algún punto, esta frase les resbala y la tabla se acaba, las fechas se agotan, y del sueño o la meta del octogonal se despertaron.

Y regresaron, con la sonrisa y la alegría contenida. Todo fue tan rápido y tan violento que los cinco goles ya no les preocuparon más. Ya su sueño real no es el octogonal sino salvarse, salir de los cuatro malos del torneo, de los que se van al purgatorio, algunos suben, otros desaparecen, otros simplemente se quedan deambulando con aquel slogan que nos puteó la conciencia “Un equipo de primera” cuando estábamos en segunda. Se dieron cuenta que su única emoción positiva en Maracaibo fue ver el chamito jugando a la chapita a pesar del grito de la viejita.


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