Seguidores

domingo, 4 de abril de 2021

Mi delirio sobre el Soto Rosa ( 5 décadas)

 He dormido, he soñado, he querido patear la pelota, he querido vestirme con esos colores, he querido ¡solo querido!

Buscaré entre mis sueños, si fue eso, solo un sueño o en algún momento hubo algo de realidad, un vestigio de realidad, porque me hubiese gustado sudarla como el gran Richard, Ruberth, Ildemaro, Martín, René, Scarpeccio, Scaminacci como otros, otros tantos.

Desde la tribuna es emocionante ¡muy emocionante! Allí yacen gritos, recuerdos, lágrimas, tristezas, pero no aparezco en los libros, en las fotos, en las reseñas, solo en un lugar de la tribuna que otro domingo será ocupado por otro y otro y otro, hasta que queden vacías a final de la temporada.

No puedo negar que sale de mi ser, en mis mensajes, en mi verbo, en mi existir, los colores por un equipo. Los colores de un equipo no se cambian y aunque quieras, no puedes, por el mero hecho de querer, ni tener otro, ni otro, ni otro.

Trece escalones son justo los que separan el terreno firme de la primera parte de la tribuna. ¡Trece pasos! Muchos atañen un trece a la mala suerte, pero trece es exactamente la cantidad de escalones entre lo normal y lo sublime, entre lo ordinario y lo extraordinario, entre la paz y la guerra.

Trece escalones conté entre el nivel del estadio a 1.600 m.s.n.m de la ciudad y algo más, algo místico porque lo es, en una universidad con una ciudad por dentro. A medida que vas subiendo esos 13 escalones vas comprendiendo la diferencia entre respirar y alentar, entre temblar y vibrar, entre mirar y ver, entre escuchar y oír. Al final, al décimo tercer escalón, cuando sientes la tribuna, la principal y te encandila el campo, todo empieza a tomar otra dimensión.

Lo recuerdo como si fuera ayer, cuando te conocí, 12 de octubre de 1989, ese ascenso al décimo tercer escalón del Estadio Soto Rosa, aquella expectativa por ver algo nuevo, por ver una gesta de hidalguía que años después querría protagonizar, pero que, como muchos sueños o metas, se esfuman, desaparecen, pasan a la colección de fantasías.

En ese estadio y con esos colores es donde he visto la mayor cantidad de divorcios, divorcios de personalidades entre su cuerpo y su alma, de su querer ser y su “ser”, personas comunes, con PhD., con sobriedad, transformadas en seres mortales, delirantes en todo su esplendor después de un gol, una roja, una derrota.

Hemos caído y caído muy bajo, pero también nos hemos levantado muy alto, siendo el orgullo de un país, que a veces cae bajo, muy bajo, pero también se ha levantado alto muy alto. Nuestra vitrina tiene pésimas batallas, pero también grandes guerras como ser cuarenta y cinco ¡Sí cuarenta y cinco del mundo! derrotando mexicanos, uruguayos, paraguayos, argentinos.

Dios es académico ¡y lo es! Estoy seguro. Luego de tantas plegarias, tantos rezos, tantas misas y promesas, Dios siempre estaba allí, tanto así que, en nuestro camino al calvario, en medio de los azotes y la crucifixión “dirigencial”, sudaste con nosotros y mientras intentamos limpiarte el rostro de sudor y quitarte el cansancio, nuestro cansancio, grabaste tu rostro en nuestro trapo, como en aquella sexta estación milagrosa ante la Verónica, ese trapo que hoy decora el estadio cada vez que jugamos.

Nuestro trapo blanco, muy blanco como la nieve que nunca ha cubierto nuestro gramado, pero que siempre está allí como yo, como nosotros, viendo, sufriendo, cayendo, como la mejor versión mítica de nuestra hincha número doce que Don Tulio Febres Cordero no alcanzó a escribir.  Siempre de espectadora, expectante, con aquel deseo de desprenderse, de desgarrar las piedras de las 5 Águilas y posarse en la tribuna, en la curva, en la norte o en la sur, a derretirse de pasión y alentar como nosotros.

Rojo, tal vez para muchos la sangre, pero no la que se derrama, sino la que nos hierve cuando la derrota nos cobija. Roja, caliente quizás como nuestro único signo de vida, porque hasta muertos nos han creído, cuando fuimos entregados, regalados, cedidos a pésimas manos.

Y pensándolo bien, no es sólo nuestra sangre, sino la de Don Guillermo Soto Rosa, el gran soñador, el soñador de soñadores que hoy no nos deja dormir, cuando seguimos creciendo, y creciendo bien, porque su sueño, su deseo, su palabra, su nombre, hoy transformado en decreto al decir con certeza hace 50 años “Se llamará Estudiantes de Mérida”.

 

 

2 comentarios: